Esperando al tren.
Ya casi anochecía y recién había acabado de llover. Ella estaba sentada en la banqueta sola, terminando de leer el diario de unos días atrás, pues lo tenía pendiente, cuando un señor desconocido de unos 50 años se sentó a su lado.
—Disculpe la molestia —dijo el señor—. ¿Podría decirme la hora?
—Casi las siete.
—Muchas gracias, es muy amable.
Ella sonrió y volteó su mirada al periódico, se dio cuenta que ya lo había acabado; entonces sacó un pequeño libro de su bolso, una antología de poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.
—¿Me podría prestar su diario? —preguntó el hombre-. Si es tan amable.
Ella cerró su libro, sin haber leído una sola palabra, lo guardó, tomó su abrigo, sin decir nada puso el periódico en la banqueta, justo entre el desconocido y ella. Luego tomó un largo respiro, se levantó, miró el reloj una vez más y se dirigió a la única caseta abierta de la estación.
—¿Me podría dar un jugo de naranja?
—No vendemos jugos, únicamente sodas.
—Entonces una botella de agua, por favor —Le entregó un par de billetes, y tomó la botella de agua—. Y una cajetilla de Camel.
En seguida, el desconocido también se acercó incómodamente a la caseta y compró el diario del día. Ella un poco avergonzada recibió el cambio con la mirada baja, y fue al fondo de la estación fumar un cigarrillo.
—Eso no salió bien. —Se dijo ella misma.
Pasaron los minutos y la estación se llenó, debido a que la gente salía de sus trabajos a ésa hora. Hasta ese momento, ya se había fumado seis cigarrillos.
—¡¿Eres tú?! —Exclamó una voz, y ella volteó a su izquierda. Un amigo de su infancia al que no había visto en más de cinco años.
—¡Que milagro verte! —Dijo él, y ella soltó una sonrisa— No lo puedo creer, no cambiaste nada, creí que te mudaste a un lugar lejano, como siempre deseaste.
—No es tan fácil —respondió—, hay cosas que me tienen encadenada a este lugar.
—¿Novio?
—Familia…
Se puso incómoda, pero él soltó una sonrisa atrevida cambiando su mirada de «te extrañé» a «soltera(?)». Fue muy fácil leerlo.
—¿Qué piensas hacer estos días? Tenemos que ponernos al día.
—Estoy muy ocupada últimamente, lo siento.
—¿Trabajo?
—Emm…sí. —Volcó los ojos hacia arriba.
—… ¿Estás bien?
—Sí ¿Por?
—Es que te noto muy… —pausó unos segundos—¿Sabes? No importa.
Las puertas del tren empezaron a cerrarse.
—¡Lo lamento! ¡Tengo que irme! —Exclamó mientras corría.—Llámame, no, espera, ¡Tengo tu número! ¡Creo!
Apenas subió, las puertas se cerraron.
—Eso no salió bien. —Susurró ella.
Tomó su botella de agua y la destapó, pero antes de dar un sorbo notó que el dueño de la tienda estaba apunto de cerrar su caseta, y corrió a ver si alcanzaba a comprar algo más que le hacía falta.
—¡Espere por favor! —El dueño la ignoró— ¿Podría darme un pastel de limón?
—No hay de limón. —Cerró la caseta, tomó su llavero, y se fue sin mirar atrás.
Ella no tenía ganas de discutir, pero fue imposible ocultar la furia. En un intento fallido de vandalismo, tomó su encendedor y quiso prender fuego a los bordes de madera de la caseta.
—Fracaso —dijo—. Eso definitivamente no salió bien.
Sacó un cigarrillo, pero el encendedor solo chispeaba. Lo forzó cinco veces antes de perder la paciencia y arrojarlo hacia las vías del tren, haciendo una minúscula explosión pero un sonido estúpidamente torpe, debido al eco de la estación.
—¡Vete a la mierda! —Gritó un indigente a lo lejos.
Al recuperar la calma y observar a su alrededor, se dio cuenta que era la única persona restante en la estación, bueno, ignorando a los casi 20 indigentes que habitaban el lugar.
Ya era casi medianoche, los trenes pasaban cada media hora, pero no había ninguna diferencia, un par de personas subía y otro par bajaba.
Las últimas cuatro horas las había pasado sentada en la misma banqueta en la que poco tiempo atrás, el desconocido le pidió la hora. Tenía unas ganas infernales de fumar, cuando escuchó unos pasos bastante fuertes. Volteó para ver a un indigente que se dirigía hacia ella caminando, pero a un ritmo apresurado.
—Mierda. —Susurró
Ella estaba segura de ser el objetivo del indigente, eso pensó. El indigente parecía correr a velocidad luz, pero al mismo tiempo estaba muy lejos, pensó. En realidad no tenía nada valioso que perder en caso de un asalto, pensó. Nada más que la cajetilla de cigarrillos, el libro, la botella de agua (vacía) y tres monedas, pensó. ¿¡Qué tan peligroso puede ser un sin-hogar! ? Dejó de pensar.
—No quiero incomodar señorita —la voz del anciano—, me preguntaba si no le importaba regalarme un cigarrillo.
Ella recuperó la calma.
—Claro, no importa —sacó la cajetilla—, siempre y cuando tenga con qué encenderlo.
El indigente sacó una caja de fósforos, se la entregó, y ella se encendió un cigarrillo, para luego obsequiar un par más al indigente.
A solo dos horas de que salga la luz del sol, ella aún no sabía cuánto tiempo más iba a estar allí sentada. No estaba cansada.
En las primeras horas del día, la estación se llenaba nuevamente. Los indigentes notaron cómo ella no se había movido de ese lugar en muchas horas, pero eso no tenía por qué importarles. El dueño de la caseta volvió al trabajo, y el viejo desconocido del día antes se acercaba a comprar otro diario.
Ella estaba tranquila, contando de manera regresiva los últimos 7 trenes.
—Uno más. —Pensó.
Un niño tropezó con su maleta.
—Eso no salió bien.
Una anciana confundida, descubrió que su tren había acabado de partir.
—Eso no salió bien.
Un par de soldados arrojando piropos obscenos a cada mujer que pasaba.
Un señor bastante viejo, discutiendo con el dueño de la tienda.
Una madre negando comprar golosinas a una llorosa hija.
—Eso.
Un perro hambriento.
—No.
Un hombre gritando a su esposa.
—Salió.
Una chica sentada en las rieles, apunto de ser arrollada por el tren que llegaba.
—Bien. —Dijo ella.